MATAR A UN RUISEÑOR. CICLO CINE CLÁSICO CINES ZOCO MAJADAHONDA
Amo el cine, no lo puedo negar. Me encantan las películas, pero amo el cine, con todo lo que eso conlleva. Durante la pandemia, y durante casi todo el año posterior, pensé que ese amor había terminado, que ya no iba a ser posible disfrutar del ritual eterno y maravilloso de entrar en la sala, reclinarme en la butaca, y esperar a que se apaguen las luces y comience la magia. Me había resignado a ver las películas en la televisión. Por suerte, estaba muy equivocado. Cada vez amo más esa sensación de placer que me produce una sala de cine, y el viernes 31 de mayo volví a tenerla, con la misma fuerza, con la misma intensidad, o quizá incluso aumentada, que otras muchas veces a lo largo de mi vida.
Tanto Javier como yo pensamos lo mismo cuando terminó. Sin
ser una de nuestras preferidas, aunque indudablemente sea un gran título, y una
de las dos películas de referencia de María Eugenia, “Matar a un ruiseñor”
se convirtió esa noche, por obra y gracia de la pantalla grande, en la joya
cinematográfica que no había llegado a ser cuando la vi hace varios años por
televisión. Influyó sin duda alguna la mencionada pantalla grande, el silencio
de la sala a pesar de estar casi llena, la voz original (en televisión la
pusieron doblada), la ya atractiva presentación por parte de Javier y María
Eugenia… Influyeron también las ganas de ver cine, de vivir cine, y creo
también que influyó la facilidad que he adquirido de un tiempo a esta parte,
sin ser capaz todavía de analizar muy bien el porqué (aunque lo intuyo), para
sumergirme de lleno en la película, de empaparme de ella y dejarme llevar por
lo que nos quiera contar.
Descubrí así de nuevo, como si los viera por primera
vez, unos títulos de crédito maravillosos, probablemente “los más bellos de
la historia del cine”, en palabras de Javier, que anticipan la inocencia
que va a presidir toda la trama, a pesar de la dureza de lo que se nos cuenta.
Descubrí también la especial atmósfera de las tierras del sur de los Estados
Unidos, en una época en la que tanto el calor pegajoso como el racismo, el
miedo, la violencia y los prejuicios se pegaban con la misma fuerza a la piel y
al alma de cada persona, de cada miembro de una sociedad en apariencia perfecta
y tranquila, y convulsionada sin embargo por las miserias de los seres humanos.
Descubrí la enorme fuerza del rigor, de la empatía, de la ética, de ese simple
“ponerse los zapatos del otro” que Atticus Finch le explica a su hija
con la misma sencillez con que lo haría un gran filósofo. Descubrí la
admiración y el respeto hacia un hombre en esa escena increíble en la que el
público de color asistente al juicio se levanta en silencio en la tribuna
mientras el abogado que ha defendido a uno de los suyos sale de la sala.
Y descubrí sobre todo, y creo que esa es la clave y el
principal atractivo de la película, la enorme, la sincera admiración in
crescendo de un niño, Jem, que va descubriendo poco a poco la nobleza y la grandeza
de su padre. No sé cómo lo consiguió el director, pero los ojos de Jem
transmiten en cada escena, en cada plano, esa carga de valores que va
recogiendo a través de lo que le enseña, pero sobre todo de lo que hace, el
gran Atticus Finch, el héroe más apreciado del cine (por encima incluso de
Indiana Jones), según nos reveló María Eugenia.
Tan interesante como la película resultó el coloquio posterior con María Eugenia y Javier. Esto tampoco es ya una sorpresa. Se han dado ocasiones, varias veces, en las que un interesante coloquio ha salvado una película mediocre.
Nos hablaron de las incidencias del rodaje, que al parecer
se realizó completamente en los estudios de la Universal, recreando los
exteriores del pueblo de Alabama en el que se desarrolla la trama, y
construyendo una réplica perfecta de la sala del juzgado. También nos contaron
que el gran Robert Duvall (Sí, el consigliere de Marlon Brando en “El
padrino”, el compañero policía de Sean Penn en “Colors”, el general
adicto al napalm de “Apocalypse now”, y otros muchos personajes
emblemáticos) estuvo un par de semanas en la oscuridad, sin salir, para
adquirir ese aspecto entre iluminado, pálido y mágico que presenta en la película, un
bautismo de fuego (era su primer papel) que le abrió directamente las puertas
del Olimpo.
Y también nos contaron que Dill, el niño que se une a Jem y
Scout casi desde el primer momento, era en la realidad Truman Capote, que fue
gran amigo de Harper Lee, a la que en algún momento envidió por haber ganado el
Premio Pulitzer con su maravillosa novela.
María Eugenia comentó de pasada en el coloquio algo que no
me pasó desapercibido. Dijo que esta película, junto a otra de la que no
recuerdo el título, fueron las que posiblemente despertaran su vocación para
estudiar derecho y ejercer la abogacía. El cine es entretenimiento,
distracción, una manera para ocupar el tiempo, pero también puede llegar a ser
perfectamente eso, el detonante de salida para muchas personas que, al ver una
película determinada, deciden darle un vuelco a sus vidas y ponerse a estudiar,
o a pintar, o a escribir… El cine es y ha sido muchas veces la puerta para elegir
una determinada forma de vida, una línea de pensamiento, un encuentro con el
interior de cada uno de nosotros. Es muy complicado expresarlo con palabras, pero
cuando María Eugenia dijo eso, con el entusiasmo moderado pero apasionado, fui
capaz de ponerme en sus zapatos por un momento (era sencillo: nos lo acababa de
enseñar Atticus Finch) e imaginarme lo que debió sentir cuando vio la película,
cuando decidió que iba a seguir el camino que se mostraba en ella, cuando ella
misma se transformó en Jem y captó la esencia de lo que estaba haciendo
Atticus. Reviví lo mismo que había sentido yo cuando vi “El manantial”,
y lo que seguramente habrán sentido otros muchos amantes del cine cuando
contemplaron por primera vez la película que, de alguna manera, engrandeció su
alma y explosionó su mente.
Desde el viernes tengo metida en la cabeza una imagen concreta de Atticus Finch, ese bellísimo plano del abogado, sentado en el porche de la cárcel con el libro en las manos y la lámpara del salón encendida. Esperando algo que se prevé terrible, y que sin embargo no ha evitado habiendo podido hacerlo. Esa es la fuerza, esa es la actitud ante la vida de un ser humano íntegro, pleno, y sobre todo, bueno. La prueba viviente de que la bondad es la opción más dura en una sociedad mediocre, enferma e hipócrita la mayoría de las veces.
Muchas veces pienso que hay unos cuantos Atticus Finch desperdigados por
el mundo, con una lámpara y un libro, evitando de alguna manera con su inmensa fuerza humana que el Universo
se desmorone.
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