PERFECT DAYS, de Wim Wenders

Ocurrió más o menos en 1990, o 1991. Creo que todavía trabajábamos los dos, pero no vivíamos juntos aún. Estábamos pasando un fin de semana largo en Oviedo, y esperábamos junto con otra pareja la llegada de un guía que habiamos concertado en el hotel, para que nos enseñara Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo. Hacía una tarde cálida, soleada, muy agradable. El guía se retrasaba. Cinco, diez... A los quince minutos empezamos los cuatro a bufar, a protestar, a quejarnos de la impuntualidad... A los veinte vimos acercarse lentamente, subiendo la cuesta, a una mujer madura, sonriente, con una chaqueta que denotaba su cargo de guía oficial. Los cuatro estábamos serios, con los brazos cruzados. dispuestos a la gresca. Al llegar a nuestra altura, nos dijo:

- Mirad estas flores. Me las he encontrado subiendo la cuesta, a un lado del camino.

Sonriendo, nos entregó una de esas flores a cada uno.

Esa fue la primera vez en mi vida que me crucé con una persona en paz consigo misma. Y la primera vez que fui consciente del inmenso poder que tienen esas personas para transmitir esa paz. Ni que decir tiene que ninguno de los cuatro hizo comentario alguno del retraso. Aquel gesto nos había desarmado por completo. Todo lo contrario, sonreímos en silencio mientras cogíamos la flor que nos tendía la guía, y disfrutamos, sin prisas, saboreando cada minuto, cada segundo, de la mejor visita guiada que he tenido en mi vida. La mujer, Adela, nos hablaba con cariño de aquellas "piedras venerables", como decía ella mientras acariciaba una columna o un muro, con los ojos brillantes y la sonrisa imborrable. Le encantaba su trabajo, y nos había transmitido ese encanto.

A lo largo de mi vida me he cruzado con otras personas en paz consigo mismas, y siempre, al hablar con ellas, he tenido la misma sensación que con aquella guía enamorada de su trabajo, enamorada de la vida que llevaba. No han sido muchas, diría que más bien pocas, tanto en el ámbito laboral como en el entorno personal, familiar y de amigos, pero os puedo asegurar que ayer, mientras aprendía de Hirayama, me acordé de todas y cada una de ellas.

Hirayama está en paz consigo mismo, y desde el principio transmite esa paz a quien le contempla. Hace de su trabajo una vocación, y de su rutina un arte, que te transmite desde el primer momento a su ritmo, a su tiempo, en silencio. Desde las primeras escenas percibes que te estás dejando llevar por esa paz, que sientes la brisa que Hirayama recibe cada día con la expresión sonriente y los ojos cerrados, con un gesto de agradecimiento por el nuevo día. Cada jornada parece igual, pero no lo es. Los detalles que diferencian una de otra pueden ser tan sutiles como mágicos. Un gesto, el viento susurrando entre los árboles, el saludo fugaz de un niño... Hirayama sabe sacar de cada instante una experiencia que lo llene. Hasta cuando espera amablemente a que un usuario termine en el baño es capaz de sustraerse y vivir un fugaz sueño, tan sosegado, blanco y reparador como los que tiene cada noche mientras descansa. Un beso emocionado y fugaz, de alguien que por un momento ha sentido la misma paz que él, le proporciona a Hirayama la sensación de haber tenido un día perfecto, ese "Perfect day" que canta Lou Reed en una de las escenas más emotivas de la pelicula.

No sabemos nada de la vida anterior de este hombre. No intuimos nada de sus frustraciones, de sus decisiones, de los motivos que le han llevado a elegir una profesión como la de limpiar baños. Tampoco importa, en realidad, inmersos como estamos en ese estado de paz, en ese estado casi de trance que empujaba, al espectador que tenía a mí lado, a mover lentamente la mano cada vez que sonaba alguna de las canciones de la soberbia banda sonora, como si estuviera dirigiendo un momento que se le estaba clavando, como a todos, en el alma. Las letras de esas canciones que escucha Hirayama en esos casetes rebobinados con un lapicero (algunos hemos pasado por eso hace mil años) parecen tener alguna relación con episodios anteriores de la vida de Hirayama, con momentos de su vida actual. Los libros y la música, a los que Hirayama se entrega cada día, cada noche, con la misma pasión con la que realiza su trabajo, completan ese universo de paz interior. Una paz interior que creo que no sería posible si Hirayama no conservara ese alma de niño, que brota con fuerza en una de las mejores escenas que he visto nunca.
 
Poco después de ver la pelicula leí una entrevista que le hicieron a Wim Wenders después de estrenarla. Con todo su bagaje, a su edad, con toda esa mochila de experiencia vital y profesional que ha ido llenando a lo largo de su vida, Wenders dice que no entiende, que no comprende la razón por la que el mundo hoy en día esté como está, tan desquiciado, roto por guerras y por intereses que nada tienen que ver con el bienestar del ser humano. Quizá la razón, insinúa, es que todos los poderes, tanto económicos como políticos o de cualquier otra naturaleza, están en manos de las personas equivocadas, de personas que no están en paz consigo mismas, como Hirayama. Quizá si esas personas se metieran en una sala de cine, se enfrentaran a la clase magistral de vida que nos imparte Hirayama durante casi dos horas, y salieran de esa sala con la sonrisa y la sensación que tuvimos todos de haber asistido a una experiencia enriquecedora, las cosas en el mundo funcionarían de otra manera. 

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