LA MEMORIA INFINITA, de Maite Alberdi

Hace ya mucho, muchísimo tiempo que aprendí que las cosas que te llegan al alma directamente, que pueden hacerte cambiar en un instante de forma de pensar, de actuar, de vivir, son siempre las que se dicen en voz baja. Paulina Urrutia tiene un tono de voz especial, mágico, lento, muy sosegado, casi cantarín, que transmite inmediatamente paz a quien la escucha. Lo demostró tanto en la película como después, en uno de los coloquios más emotivos y emocionantes que sin duda se han vivido en los Zoco. Lo demuestra en cada escena, en cada plano, en cada encuentro con Augusto, cuando le dice en muchas ocasiones, para tranquilizarle, para centrarle, para volver a convertirle en Augusto: “yo soy la Paulina…”.

Las primeras escenas, rodadas por ella misma de forma artesanal y fuera de foco, nos muestran a Augusto descansando. Le cuesta mucho trabajo al espectador, o al menos a mí, identificar a ese Augusto del inicio con ese otro que aparece casi inmediatamente después, en imágenes de archivo de la televisión chilena, analizando con aplomo y profesionalidad el fin de la dictadura militar. No parece la misma persona, ni física ni por supuesto mentalmente. El Augusto joven habla con soltura, luce media melena de pelo negro y bigote. Acusa un fuerte cambio físico que se manifiesta incluso antes de la enfermedad, de la decadencia. Resulta especialmente interesante su intervención en un programa de televisión durante la presentación del libro “La memoria prohibida”, publicado allá por 1989 y en el que se recogen los acontecimientos vividos por el país desde la toma del poder por los militares hasta su caída, con el posterior y complicado proceso de democratización. Augusto habla en esa intervención de la memoria, de la necesidad de mantenerla viva porque la memoria es la identidad de cada uno, la vida de cada uno, y ni se puede ni se debe perder. Según comenta su hija Javiera en una entrevista, Augusto “Tenía la misma capacidad de llegada que puede tener la Maite, que es una mirada especial, con talento, pero además con cariño, con una preocupación y una dedicación personal. Además, las realidades que mostraba él no eran fáciles. Y había distintas maneras de mostrarlas, pero él siempre buscó formas cariñosas, reflexivas, responsables. Y muy consciente del valor social y colectivo que tenía mostrar esas historias para el país”. Probablemente la razón que movió precisamente a hacer la película, según su hija, fuera precisamente porque él siempre había contado historias de otras personas, y esas personas nunca le habían cerrado la puerta. Porque según nos revela Paulina en el coloquio, fue Augusto quien se decidió a rodar, en un acto de generosidad y con la intención de que su experiencia pudiera ayudar a otras personas.

La película transcurre con tranquilidad, con un tempo sosegado que alterna tomas de la actualidad con imágenes de archivo, fotografías y videos domésticos rodados a lo largo de la intensa y larga relación vivida por Paulina y Augusto. Resulta un gran acierto para mi gusto la elección de la música, así como las innumerables referencias al entorno cultural que envuelve sus vidas. En ese sentido, me encantó el amor que incluso en los peores momentos siente Augusto por sus libros, cuando se sienta rodeado por ellos, o cuando coge uno y lo huele instintivamente. Se emociona uno ante el nombramiento de Paulina Urrutia como ministra de cultura del gobierno de Bachelet, o cuando Augusto entrevista con cariño a unos críos cuyos padres están en paro. Se emociona uno, y también sonríe, que todo hay que decirlo, ante las escenas de baile que se marca la pareja de forma espontánea, ante las ocurrencias en cierto modo delirantes pero también graciosas de Augusto, ante el inquebrantable empeño de Paulina por hacerle más sencilla la vida a su marido cuando se ha despertado con el ánimo nublado. Se emociona uno, en definitiva, ante la inmensa fortaleza del verdadero, del auténtico amor.


En el coloquio, un espectador confesó, con cierto punto de abatimiento, que no se veía capaz de afrontar un problema así, y le preguntó a Paulina cómo había sido capaz de no tirar la toalla. Paulina, que ya nos había dado pautas en la película, nos explicó con su voz suave y sosegada que no se puede tirar la toalla ante una situación así, que hay que aprovechar los momentos buenos del enfermo para coger fuerza y utilizarla en los malos. Que es, simplemente, una cuestión de equilibrio entre unos momentos y otros, teniendo siempre claro que el enfermo es el otro, y que el cuidador tiene que tener la suficiente cabeza, el suficiente amor, para no incorporar a su alma la enfermedad del otro, para no hacer suyo el problema, para coger perspectiva, aunque resulte doloroso, y poder estar ahí. En algún momento pensé que esa enorme fuerza, que ese enorme amor es fruto de lo vivido, del bagaje que ambos llevaban ya en su mochila, de la trayectoria vital de Augusto como periodista comprometido y de Paulina como actriz de teatro y escritora. En uno de los videos domésticos en el que Paulina aparece rodeada de amigos, no deja de mirar hacia atrás en ningún momento, lanzando besos y saludando constantemente a la persona que está rodando, que se supone que es Augusto. Es una persona profundamente enamorada. La química especial y mágica entre los dos se deja ver en cada escena, en cada encuentro, en cada caricia, en cada abrazo. En uno de esos abrazos, quizá el que más me emocionó, Paulina le pregunta a Augusto que si le gusta la vida, a lo que él responde “Claro que me gusta la vida. Me encanta jugar, estar con los amigos, vivir…”. En cierta ocasión, la mujer que bailaba con los lobos me dijo “mientras suene la música, seguiré bailando”, y la frase de Augusto me recordó inevitablemente ese momento. Conozco a personas que son reacias a acercarse a la película, porque están viviendo el problema en primera persona. Desde el cariño les diría que lo que transmite es una inmensa paz, y una lección de vida que puede ayudar, a dar pautas para ver la enfermedad desde un punto de vista diferente dentro de su indudable dureza.


Poco antes de terminar el coloquio, Paulina nos contó riendo que la película en Chile había superado durante las primeras semanas de su exhibición a Openheimer y a Barbie, nada menos. Después, sucedió algo mágico, especial. Nos dijo que se quería despedir como en el teatro, y se fue a la salida de la sala. Allí, a medida que íbamos saliendo, nos cogió la mano a cada uno y nos dedicó una sonrisa de agradecimiento. Al tomar mis manos entre las suyas, sentí su calidez, y una extraña sensación de fragilidad, pero de fuerza al mismo tiempo. Su mirada se clavó en la mía, y fui yo quien le dio las gracias. En ese instante eterno, fui consciente de que esas manos, de que esa mirada, eran las mismas que habían cuidado de Augusto durante la mayor parte de su vida, y sentí también que, aunque Augusto no esté, su memoria, gracias a esa película, y gracias a ese gesto entrañable de Paulina, va a instalarse para siempre en mi alma, y probablemente en la de todos los que compartimos ayer la maravillosa experiencia.

 

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