NAPOLEÓN, DE RIDLEY SCOTT. ¿Cómo te enfrentas al cine?
¿Cómo te enfrentas al cine? ¿Lees las críticas antes de ir a ver una película, y si son negativas dejas de ir a verla? Y dentro de esas críticas, ¿buscas siempre la crítica de algún crítico reconocido, o de algún personaje público al que por alguna razón admires, o de algún amigo que consideres que “entiende” de cine, y si destaca algún aspecto negativo de la película, dejas de ir a verla? ¿Dejas de ir a verla porque consideras desde el primer momento que va en contra de alguno de tus principios, de tus prejuicios, de tu ideología o de tu naturaleza? ¿Qué buscas en una película? ¿Qué debería tener, según tu criterio, para que te atraiga?
Quizá la pregunta de base debería ser esta: ¿crees que
realmente te gusta el cine?
La primera escena de Napoleón, de una belleza extraordinaria
y brutal al mismo tiempo, nos muestra la ejecución de María Antonieta (espero
no hacer spoiler). Toda ella está rodada a cámara lenta. La reina, con una
dignidad que estremece al espectador, camina hacia el cadalso mientras la
chusma la abuchea y le arroja todo tipo de objetos. Una vez en la guillotina,
el verdugo, probablemente Sansón (verdugo oficial de la Revolución francesa),
coloca la cabeza en el cepillo de madera, y cuidadosamente recoge con sus manos
la abundante y larga cabellera blanca de la zona de la nuca de la reina y la
echa hacia adelante.
Espera, ¿Qué hace qué?... Todos sabemos (o lo sabemos al
menos los que hemos visitado la Conciergerie de París, la prisión de los
condenados en la Isla de la Cité) que a los reos condenados a la cuchilla les
cortaban el pelo, especialmente la parte de atrás, dejando la nuca libre para
que la guillotina cumpliera su macabra labor sin atascarse. En la Conciergerie
se conserva de hecho la celda en la que estuvo María Antonieta, y hay alguna
representación de ella poco antes de su ejecución.
Estaba viendo la escena, y fui consciente de ese detalle, de
esa “falta de rigor histórico”, pero eso, al menos en mi opinión, no le restó ni
un gramo de belleza a ese momento, a esa experiencia visual que me anticipó, ya
de entrada, que estaba a punto de disfrutar una vez más de la magia del cine.
Napoleón es eso. Es puro espectáculo, belleza, arte. Fui a
verla con todos esos cantos de sirena resonando en mi conciencia, esas
críticas, algunas opiniones de familiares y amigos bastante negativas, y todo
eso se disipó de repente, como lágrimas en la lluvia (licencia
cinematográfica), ante esa primera escena, a la que siguieron otras muchas, con
un interés y una estética que iban aumentando in crescendo, hasta componer la
obra de arte que a mi modo de ver ha creado Ridley Scott.
Me gusta el cine. Los que me conocen lo saben de sobra. Me
encanta, como me encanta el arte en general. Si algo he aprendido a lo largo de
los muchos años vividos, y de las muchas películas vistas, es que para disfrutar
de una película, es imprescindible realizar un ejercicio de humildad, que para
muchas personas no es nada fácil, por no decir imposible, consistente en dejar
a un lado todos los prejuicios, las ideas preconcebidas, la ideología, las
creencias, las experiencias vividas… Hay que desnudar la mente, dejar el
cerebro vacío, volver a convertirte en ese niño que abrió los ojos sorprendido
la primera vez que se enfrentó a una gran pantalla en una sala a oscuras,
rodeado de personas tan sorprendidas como él. Sé que es complicado de entender,
pero os puedo asegurar que mi sensación al ver la estatua de la Paramount, el
león de la Metro, el gallo que gira de Pathé Films o el acantilado de Ízaro
Films, es exactamente la misma que cuando los vi por primera vez, hace casi
sesenta años, en un cine de barrio de sesión continua.
Es complicado, pero hay que intentarlo. Volverse niño con la
mochila que nos hemos ido fabricando no resulta sencillo, ni mucho menos, pero
es la única manera de recuperar esa curiosidad, esa duda ante todo que, según
Paula Ortiz, la directora de Teresa, es el auténtico motor de la Humanidad. Una
vez conseguido, una vez que te has convertido en niño, sólo cabe disfrutar si
la película te gusta, o aborrecerla si no. Ya no importan las críticas de los
que acusan a la película de poco rigor histórico, entre los que por cierto se
encuentra un escritor de folletines que no destaca precisamente por ese rigor
que les pide a otros. Ya no importan tus expectativas, porque cuando te has
convertido en ese niño que fuiste, se han borrado por completo.
Eres un niño, sin prejuicios, sin experiencia, sin
fantasmas. Eres capaz de ver una relación amorosa tan intensa y profunda como
la que sintió Napoleón por Josefina, y te importa poco si fue real o no, porque
lo que cuenta es el modo en que Joaquín Phoenix mira a Josefina, aunque luego
no sepa amarla de una forma correcta.
Eres un niño, que se sorprende y se estremece en las escenas
de la batalla de Austerlitz, con esas escenas a cámara lenta en ese paraje
desolado, y sobre todo con ese maravilloso y triste Kyrie de Austerlitz,
compuesto por Martin Phipps, que suena con toda su potencia, evocadora de
tragedia, tristeza y dolor, en la sala de cine.
Eres un niño, que asiste embobado a la ceremonia de
autocoronación de Napoleón en una escena que recrea a la perfección el enorme
cuadro de David que viste, precisamente de niño, en el Louvre, y que revives
ahora con la magia del sonido y el movimiento.
Toda la película es una sucesión de episodios compuestos con
una estética de una belleza casi sobrenatural. Prácticamente de cada escena, si
se congelara, se podría sacar un cuadro al óleo del mencionado David, de
Delacroix, de Gericault… La iluminación, en muchas ocasiones compuesta por
velas, con una elegancia por lo menos similar, por no decir superior a la
desplegada por Kubrick en Barry Lindon, crea una atmósfera entre cálida y
asfixiante que aumenta el dramatismo de lo que se quiere contar. A ello
contribuyen también las nieblas en el exterior, las escenas nocturnas, la
sensación de frialdad de la parte rusa o de calidez en el episodio de Egipto.
En cuanto a las interpretaciones, todas me parecieron
magníficas. Había escuchado que Joaquín Phoenix, lastrado ya de por vida por
ese Joker insuperable, creaba un Napoleón mediocre, pero yo me encontré con un
gigante que, por su forma de mirar a Josefina, de jadear de puro miedo en
Tolón, de convencer para que se unan a él cuando huye de Elba a unos soldados
que a priori se ríen de él, construye un Napoleón con una dimensión humana que ningún
otro Napoleón, ni siquiera el de Abel Gance, ha tenido anteriormente. En cuanto
a Vanessa Kirby, en su papel de Josefina, me dejó impactado su interpretación,
en especial con esa risa nerviosa en la escena del divorcio. Hay que destacar
también el papel de Rupert Everett como Wellington, y Paul Rhys como
Talleyrand.
Rigor histórico… “Amadeus” no tiene absolutamente nada de
rigor histórico, y sin embargo me empujó de forma directa a escuchar la música
de Mozart. No, no es el rigor histórico lo que hay que pedirle al cine. No hay
ni una sola película histórica que lo tenga, y por eso me sorprende que se le
pida a esta.
Ideología… Si me dejara llevar por mi ideología, hubiera
sido incapaz de disfrutar de una joya incuestionable del séptimo arte como es “Olimpia”,
de Leni Riefhenstal, nazi convencida y probablemente amante de Goebbels, lo que
no le impidió ni a ella crear una obra maestra que revolucionó en su momento la
forma de hacer cine, ni a mí disfrutarla. No puedo estar más lejos de la
aceptación del Ku Klux Klan, y sin embargo disfruté de “El nacimiento de una
nación”, de Griffith, que ensalzaba esa secta destructora.
No, no se puede dejar llevar uno por nada de eso si se quiere
disfrutar del cine. De hecho, no debería dejarse llevar uno por nada de eso si
se quiere disfrutar del arte, o incluso de la vida, pero creo que eso, esa
capacidad de volverse niño, y ser capaz de vivir y dejar vivir, sería motivo de
otra entrada, no de esta.
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