NO BEARS (LOS OSOS NO EXISTEN), DE SAFAR PANAHI


Creo que las películas que tratan el tema del cine, el cine dentro del cine, son las que más me han atraído de siempre. La semana empezó viendo “La noche americana”, de Truffaut, un título al que vuelvo casi cada año porque me encanta su forma de contar, su ritmo y su música. A los dos días me tragué “In the soup”, de Alexander Rockwell, en la que, además del entrañable personaje encarnado por Steve Buscemi, podemos ver a Seymour Cassel, y a una Jennifer Beals muy alejada de su papel en “Flashdance”, interpretando a dos personajes delirantes, repulsivos a veces e increíblemente atractivos otras, en lo que posiblemente constituya el mejor trabajo de interpretación de la carrera de cada uno de ellos.

Jafar Panahi construye también una película que habla del cine dentro del cine, pero con un planteamiento muy diferente al que nos proponen el académico Truffaut y el gamberro Rockwell. Jaffar hace su cine con dolor, con la dureza que le exige su inhabilitación por los islamistas extremos, en la clandestinidad, controlando las tomas por internet desde un lugar alejado de todo, sin apenas cobertura, arriesgando su propia integridad, con unos medios precarios y en un entorno que, a medida que avanza la película, se le va volviendo más hostil y delirante. Y a pesar de todo eso, o probablemente gracias a todo eso, Panahi ha conseguido crear una obra maestra de la que difícilmente te puedes olvidar una vez que la has visto.

Al tiempo que controla como puede la película que su equipo está rodando en Turquía, Panahi trata de adaptarse a la vida diaria del pueblo en el que ha decidido alojarse durante un tiempo. Debido a un malentendido relacionado con una fotografía que un niño de nueve años le acusa de haber hecho a una pareja de enamorados, asistimos sorprendidos a la transformación de la hospitalidad y las entrañables tradiciones iniciales (maravillosa la escena de la ceremonia del lavado de pies de los novios, rodada torpemente por el casero de Panahi), en una sofocante atmósfera kafkiana, absurda y sin solución, provocada por otras tradiciones, actitudes y prejuicios de los vecinos del pueblo, no tan entrañables como las del principio.

Panahi me ha resultado un maestro en la creación de la tensión, inexistente al principio, insoportable al final. La cordialidad, la amabilidad y el agradecimiento de este buen hombre al que la madre de su casero le prepara la comida y le cuida como a un niño, se ven sepultadas poco a poco por el peso de las supersticiones. La actitud del director se va transformando a medida que intuye que le va a resultar imposible sustraerse, alejarse de un mundo tan cerrado como el que, sin pretenderlo ni buscarlo, se le está viniendo encima.

Veo la película de Panahi como una feroz crítica al sistema de leyes que rigen su país. Por un lado, la intolerancia impuesta por el Estado Islámico extremista, y por otro, unas tradiciones seculares tan peligrosas y a veces más que esas leyes extremistas. Tradiciones cuyo principal objetivo, además, es seguir anulando a la mujer desde el momento en que nace, que es justo el momento en el que pasa a ser propiedad de un hombre. Panahi hace hincapié en la cerrazón del mundo rural, de un mundo arcaico e ignorante en el que aparentemente, gobierne quien gobierne, nada va a cambiar. El contrapunto lo constituye el otro lado, el de la ciudad, al que parece afectarle más las leyes abusivas del islamismo extremista que las supersticiones de los pueblos. En uno y otro lugar los que gobiernan dan por sentado que la mujer es un objeto, un ser creado por la Divinidad cuyo único objetivo es procrear y dar placer al hombre, sin ningún poder de decisión sobre su vida, sin ninguna libertad.


A Panahi, a pesar de su carácter afable, amable y tolerante, se le nota la rabia en lo que hace. Una rabia profunda, ancestral, visceral e incontenible. Algunas de las escenas de su película me recordaron otros personajes, como Pereira, ese periodista bonachón que explota ante la injusticia, o Zorba, que utiliza su fuerza física para luchar contra el salvajismo de unas tradiciones que, también en Grecia, desprecian profundamente a la mujer. Panahi es Pereira, y es Zorba, y su rabia se manifiesta en lo que hace, pero sobre todo en cómo lo hace. Es una rabia impotente, incapaz de cambiar las cosas, pero indestructible. Es esa rabia que tan sabiamente sabe transmitir a los que contemplan su estilo, su manera de hacer cine. Es esa clase de rabia que suelen sentir los que aman de verdad a su país. En una escena que se me quedó grabada, Panahi da un instintivo salto hacia atrás cuando Reza, su ayudante, le dice que está justo pisando la frontera con Turquía. Lo hace porque en realidad no le resulta fácil abandonar su tierra, porque amar a tu país no es otra cosa que amar a sus gentes, a las personas que lo componen, y desear para ellos, para todos y para todas, la libertad para hacer de sus vidas lo que quieran hacer con ellas. Panahi vive desolado, devastado, deprimido ante los acontecimientos que sacuden Irán desde hace muchos años, y la única manera de neutralizar esa depresión, esa impotencia, es dar testimonio de lo que ve, de lo que siente, de lo que vive.

Ya tuvimos un adelanto de la absoluta devastación a la que el extremismo islámico está sometiendo a sangre y a fuego a Irán con Marjane Satrapi y su “Persépolis”, donde se reflejaba el aperturismo de una sociedad en la que la mujer podía elegir libremente si quería estudiar o ejercer una carrera profesional, que se ve destruido por completo con la llegada de los fundamentalistas y su absurdo afán por meter a la mujer en la caverna. La lucha de Panahi es la misma que la de Satrapi, y la misma que la de Nilufar Saberi, la activista iraní que moderó el coloquio posterior.

Panahi y Nilufar aman a su país, y se les nota. Aman a su gente, a sus hombres y a sus mujeres, y les duele profundamente que una zona con tantos recursos esté en manos de unos impostores que los dilapidan en nombre de un Dios, de una idea o de una superstición absurda. Aman a su país y luchan, y convencen aunque de momento no venzan, y proponen encuentros tan interesantes y constructivos como el promovido por los cines Zoco, y consiguen que otras personas, que seguramente también aman a su país, y posiblemente les duela su país tanto como a ellos, se de cuenta de que por lo único que merece la pena luchar es por el bienestar de las personas, y no de las ideas. Por la libertad, y no por la Patria. Por la tolerancia, y no por la oscuridad.

Y hay que seguir luchando, por supuesto, porque como muy bien dijo Nilufar Saberi, “se vive muy cómodo en una dictadura, haciendo lo que te dicen que hagas”, pero cuando lo que te dicen que hagas choca frontalmente con la decencia, con la libertad, con el amor al otro, o con el libre albedrío del ser humano, la única postura lógica es luchar, como lo ha hecho Panahi con su obra maestra  

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