ULTIMAS VOLUNTADES, DE JOAQUÍN CARMONA
Un nuevo evento en el Zoco de Majadahonda, con el equipo técnico
casi al completo (en esta ocasión cuatro personas, director, fotografía actor
principal y responsable de banda sonora, más la maquilladora, que supongo que
por timidez no se sentó con ellos) desgranando las claves de la película, las
anécdotas, las emociones vividas y las razones de su realización. De nuevo los
aplausos al final de la película, de nuevo las luces, de nuevo esos micrófonos
que pasan de mano en mano entre los espectadores. Lo que se vive en esas
sesiones es único, y es muy difícil que deje indiferente a alguien. De nuevo la magia, de nuevo el coloquio, de nuevo la sonrisa y la emoción.
“Últimas voluntades” es una película irregular, con
luces y sombras, posiblemente muchas sombras, pero también con luces que cuando
iluminan, lo hacen de verdad. Es una mezcla entre el cine negro más clásico y
el western, en este caso crepuscular, como el que podría rodar, y de hecho lo
ha hecho varias veces, Clint Eastwood, uno de los directores de referencia de
Joaquín Carmona, el director, que también admira a Hitchcock, y también se nota
en algunos momentos. El guion tiene imperfecciones flagrantes, algunos puntos
sin resolver, llamadas de atención sobre algo o alguien que después se quedan
en el aire, sobreactuaciones (incluso del protagonista, que todo hay que decirlo)
en los momentos más tensos, escenas que se hacen excesivamente largas, otras
que se hacen excesivamente cortas… Y un final que a algunos nos pareció muy
poco creíble, y que de hecho el director confesó que había generado un debate
el hecho de ponerlo o no. En algunas ocasiones, mientras la veía, no podía
evitar pensar en tópicos vistos otras veces en otras tantas películas del género.
¿Qué me atrae, entonces, de la película? La clave me la dio
ayer el director, en el coloquio posterior, cuando dijo “odio esas películas
que se hacen para los festivales, para los críticos o para la profesión en general.
Esta película es para el público”. Si bien ayer no entendí muy bien el
mensaje, Jesús, responsable del cine, me ha abierto los ojos cuando me ha dicho
que le recordaba a las películas del mismo género que veíamos hace años.
Seguramente no eran grandes películas, pero todos
recordamos, o yo al menos, el impacto que nos causó “Perros callejeros”, por
ejemplo, con toda la saga posterior, o aquellas películas de la transición como
“Camada negra” o “Deprisa, deprisa”. Más recientemente, me
recordó también a “No habrá paz para los malvados”, cine negro también
en estado puro con honda raigambre española.
Porque ”Últimas voluntades”, la ópera prima de
Joaquín Carmona, es eso, cine negro clásico de honda raigambre española,
ejecutado con pocos medios, en poco tiempo, con un guion escrito por uno de los
protagonistas, Salvador Serrano, que encarna a uno de los malvados más repulsivos,
porque más que malvado es cacique, que me he encontrado en los últimos tiempos.
Una película hecha con ilusión, con emoción, con muchas ganas, con mucha fuerza
y con muy poca pretenciosidad, por no decir ninguna, algo que es de agradecer
en unos tiempos de directores elitistas que buscan más el aplauso de la crítica
que el del público.
Un espectador le preguntó al director si Tarantino le había
inspirado, y Joaquín contestó que no. Su cine no se parece en nada al de Tarantino,
entre otras razones porque Tarantino banaliza la violencia, como lo banaliza
todo en sus películas. La violencia de “Últimas voluntades” creo que
está más que justificada, y desde el principio se prevé su aparición, porque
Coque, el protagonista, magistralmente interpretado por un Fernando Tejero que
nos confesó que se había metido tanto en el personaje que incluso se emocionaba
al interpretarlo, está inmerso en todo lo que le rodea, y en todos los que le
rodean, en una especie de tragedia griega de la que ni ha podido ni va a poder
escapar jamás.
Impresionantes las actuaciones de Tejero, de Adriana Ozores
y de Carlos Santos, un actor al que habría que darle más importancia. Brutal la
banda sonora, que resalta cada personaje (aunque de eso en realidad no nos
dimos cuenta) con un instrumento musical diferente. Magnífica la fotografía, de
Kike González, que bebe de las fuentes de los mejores directores de fotografía
españoles y extranjeros.
Y magnífica también la sensación, aunque hasta hoy no he
sido consciente de ello, de estar sentado en uno de aquellos cines de sesión
continua de cuando era niño, en los que se abucheaba al malo cuando hablaba, y
se le aplaudía al bueno cuando disparaba.
Una espectadora no pudo soportar la tensión en cierto momento de la película, y salió llorando al vestíbulo. Fernando tejero, que al parecer había salido en ese momento al baño, la abrazó para consolarla. Valga como anécdota entrañable.
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