Piel de tepuy
LUGAR: Casa de América. Salas Frida Kahlo y Torres García.
FECHA:
Hasta el 14 de Mayo de 2022.
https://casamerica.es/exposiciones/piel-de-tepuy
Una espectacular
exposición de fotografías en gran formato y videos realizados por Rodofo
Gerstl, un defensor implacable de la selva venezolana, de las sabanas y de los
tepuyes, formaciones rocosas rocosa con paredes abruptas y mesetas relativamente
planas en la cima. La exposición se centra en uno de los entornos naturales más
singulares del mundo, el Parque Nacional Canaima en Venezuela, y se nutre de
las fotografías tomadas por Gerstl desde 2015 a 2019, mostrando tanto la
variedad cromática del entorno natural como el movimiento constante de los
innumerables riachuelos y cascadas que lo forman. El fotógrafo ha adquirido un
compromiso casi personal con el parque, sobre todo desde que este se ha visto
sacudido por el vandalismo que supone el establecimiento de minas ilegales. Es
una exposición por tanto de belleza natural y compromiso, en la que resulta muy
sencillo encontrarse con el autor, un joven de setenta años que transmite desde
las primeras frases su pasión por la naturaleza en especial, y por esta parte
del mundo en particular. Incluso se pueden concertar visitas guiadas con él.
La
exposición se estructura en las salas Frida Kahlo y Torres García, que no se
encuentran en el Palacio de Linares, sino en el edificio anexo al que se entra
por la calle Marqués de Duero. Al verme, la vigilante de seguridad deduce
inmediatamente lo que sin duda va a resultar lo más cómodo para mí.
— Buenos días. Le aconsejo que suba en ascensor a la segunda planta y vaya bajando mientras ve la exposición.
Le
agradezco con una sonrisa la preocupación, y hago lo que me dice. El ascensor,
increíblemente lento, desemboca en un ancho pasillo en el que se disponen las
fotografías, impresionantes. Del fondo se escucha una agradable música tipo New
Age, por lo que deduzco que en esa zona, bastante oscura a simple vista, se
está proyectando un vídeo.
Apenas hay
gente. Me cruzo con una pareja, que contemplan ensimismados unas fotografías
que desde luego atraen por su originalidad y su tema, un increíble parque natural
en el que el agua se mezcla con los tonos anaranjados, cremas, verdes y oscuros
de los tepuyes y todo aquello que les rodea. La tarima del pasillo cruje casi a
cada paso, algo que me encanta. Me encuentro de repente con una maravillosa
frase de Alejo Carpentier, de su libro “Los pasos perdidos”, grafiada en
la pared blanca:
Un día,
los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los
pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada
caracol manchado era, desde siempre, un poema.
Es la
primera frase que leo del autor, pero no es la única. Un poco más adelante leo
otra que me impresiona también:
Me siento
vagamente inquieto – un poco intruso, por no decir sacrílego – al pensar que
con mi presencia se rompe el arcano de una teratología de lo mineral.
Avanzando
lentamente, llego al fondo, a una gran sala en penumbra, con el techo formado
por cerchas de madera, en la que se está proyectando un video. La pantalla, que
no se ve desde el pasillo, es bastante grande. No hay nadie. Me siento en un
banco de madera, un cajón de seis lados, alargado, sin respaldo y sin ninguna
comodidad y contemplo en todo su esplendor el Parque Nacional de Canaima, en
una filmación desde helicóptero con una banda sonora de ensueño. Una de las
primeras cosas que pienso, al ver los largos y numerosos saltos de agua, es en
la fama que tienen otros lugares, cuando este es apenas conocido, o quizá sí lo
es y sin embargo mi ignorancia lo ha ninguneado hasta hoy. Viendo el video
entiendo algunas de las fotografías que he visto previamente, y que al
centrarse en un punto concreto no permitían hacerse una idea completa del
entorno. Es una verdadera maravilla, y siento envidia de las personas que han
podido verla desde ese helicóptero.
La tarima cruje al paso de una anciana que aparece desde el pasillo de las fotografías. Viene hacia mí mirando el video, lentamente, sonriendo, y se sienta a mi lado, apenas a medio metro. Sé que sonríe porque no lleva mascarilla, pero no le digo nada. Es tan pequeña que le cuelgan los pies del banco de madera. Unos pies pequeños, con unos zapatos de ante de color rojo burdeos que apenas hacen juego con el abrigo gris tristeza que lleva abrochado hasta el cuello. Después de un par de minutos de contemplación de la belleza, me mira y me dice:
— Que
maravilla.
— Desde
luego. Debe ser una experiencia inolvidable ver ese Parque en helicóptero. Me
encantaría hacerlo algún día.
— A mí la
verdad es que no me importaría morir en un lugar así.
Me vuelvo
hacia ella y la miro. Sigue sonriente, feliz, moviendo los pies de un lado a
otro, como una niña pequeña sentada en un columpio. Siempre he sentido
fascinación por el asesinato, probablemente desde que contemplé la figura
aparentemente inocente y hasta mojigata de Aníbal Lécter en su primer encuentro
con Clarice Starling. Creo que en el fondo todos sentimos a veces el deseo de
matar a alguien, y no nos atrevemos a hacerlo por las consecuencias que nos
puede acarrear andar por ahí eliminando personas. Recuerdo que leí “Yo,
asesino”, de Altarriba y Keko, la historia de un experto en arte que mata
por el placer de matar, y me encantaron tanto la trama como el impresionante
grafismo del dibujante, que salpicaba las viñetas de un negro intenso con
retazos de rojo. El caso es que las palabras de la anciana han puesto en marcha
un resorte oculto hasta ahora en mi sistema límbico. Tengo una sensación extraña,
mezcla de terror y de una manifiesta incapacidad de controlar mi mente ante lo
que estoy a punto de hacer.
— Bueno,
señora, ya sé que no es lo mismo verlo que estar ahí, pero al menos se le
parece bastante.
Le
incrusto el pulgar de mi mano izquierda en un punto incierto, un pequeño bulto
situado detrás de su oreja derecha, hasta que siento en la yema el crujido de
algo que se ha roto. Ella abre los ojos y deja casi al instante de respirar,
con la sonrisa dibujada en su boca inerte. Poco a poco se desliza hacia abajo.
Aunque la verdad es que no me importa en absoluto, prefiero pensar que no ha
sufrido nada. Ha sido todo muy limpio. El corazón comienza a latirme con
fuerza, y siento una gota de sudor recorrerme la espalda desde la nuca hasta la
cintura. ¿Qué he hecho? No lo sé, no tengo ni idea, pero a pesar del ataque de
pánico que me parece estar sufriendo, me siento feliz.
Escucho el
crujido de la tarima y el corazón me da un vuelco. Aparece la pareja que estaba
viendo las fotografías, y se acercan lentamente hacia nosotros. Rodeo con mi
brazo izquierdo el cuerpo de la anciana y la sujeto con fuerza, intentando
subirla hacia arriba. Ellos se sientan en el banco de delante sin mirarnos, contemplan
el video durante un par de minutos, y
vuelven a levantarse. No tienen tiempo de disfrutar del espectáculo. La mujer
me mira y sonríe, pero no se percata de que la anciana sonriente está mirando
al vacío. El déficit de atención que suelen tener la mayoría de las personas me
beneficia.
El momento
ha sido sublime, pero ahora empiezan a latirme seriamente las sienes porque,
literalmente, no sé qué hacer. La situación, agarrado a una anciana muerta
sentado en un banco mientras los saltos de agua y la música New Age lo invaden
todo, está empezando a parecerme surrealista. Es pequeña, quizá podría salir
con ella agarrada y decir a quien me pregunte que se ha desmayado, pero
entonces caigo en la cuenta de que la vigilante de seguridad posiblemente
recuerde que he venido sólo. Al fin y al cabo, la mujer tampoco es que tenga
muchas personas a las que recordar.
Empieza a
dolerme el brazo por la postura, forzada por mí, y al tratar de relajar la
presión sobre la cintura de la anciana noto que el banco se mueve. El banco de
madera. ¿Y si…? Se me ocurre una idea repentina. Tumbo a la anciana y me
levanto para ver qué tiene el banco por debajo. Levanto el de delante, y sí,
está hueco. Estoy salvado. Rápidamente meto a la vieja debajo con un esfuerzo
mínimo, porque tanto la madera como ella pesan bastante poco. Por suerte no ha
venido nadie a la sala en ese momento. Salgo nervioso, con el corazón a más de
doscientas pulsaciones, cojo en el ascensor y compruebo que llevo la ropa
desaliñada y el pelo alborotado. Me recompongo rápidamente, y quiero morirme
cuando veo que la vigilante de seguridad, en la planta baja, se dirige hacia
mí.
— ¿Le ha
gustado?
— Me ha
encantado – contesto con un hilo de voz.
— Es una
maravilla
Cuando
salgo a la calle me tiemblan las piernas. Supongo que la primera vez siempre
tiene que ser así. Seguro que incluso a Aníbal Lécter se le alborotó el escaso
pelo que tenía cuando cometió su primer asesinato..
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