LA HOJARASCA, de Macu Machín

Valiente. Muy valiente. Una valentía que trasciende lo que normalmente entendemos por valentía. Es lo primero que se me ocurrió después de ver "La hojarasca" y de escuchar a Macu Machín en el coloquio.

Pero empecemos por el principio. Lo primero que me atrajo fue el cartel, que visto con los ojos entrecerrados semeja la caldera de un volcán. Potente, con esa naturaleza salvaje que se muestra junto con las tres mujeres, vislumbradas a lo lejos como una realidad humana diminuta e insignificante. Después leí en la reseña que esas tres mujeres (Elsa, Carmen y Maura) eran la madre y las tías de Macu, la directora. Personajes reales interpretándose a sí mismos… No pude evitar pensar en “El desencanto”, esa disección de la familia Panero que firmó Jaime Chávarri en 1976. Un título que siempre me ha impactado, tanto por su brutalidad como por su belleza y su enorme carga humana. Me atrajo la idea, y tengo que reconocer que, para mi gusto, y sé que voy a recibir muchas pedradas cinéfilas por esto, “La hojarasca” supera en muchos aspectos a aquella película.

Me sumergí por completo desde la primera escena, esa toma larga, intensa, que nos muestra las siluetas de Elsa y Maura quienes, cogidas del brazo, se acercan lentamente, en una noche tenebrosa, a la casa familiar. Una situación que marca ya el tempo, que te susurra al oído precisamente que no existe el tiempo, que te dejes llevar por lo que vas a ver. El tempo es el preciso, el necesario, el que Macu ha decidido que sea, con un acierto arriesgado, como todo lo demás. Como la música de Jonay Armas, otro elemento que, aunque no se prodiga demasiado, cuando lo hace lo hace de una forma fascinante e imprescindible.


La naturaleza humana del trío protagonista se percibe desde los primeros planos en que aparecen, desde las primeras frases. Se trata de tres mujeres raciales, luchadoras, con unas raíces tan profundas en el lugar en que transcurrió su infancia como esa naturaleza escandalosa y abrupta que aparece en el cartel y que no es otra cosa que el cuarto protagonista. Un personaje mudo que sin embargo parece hablar con las hermanas para decirlas que jamás van a encontrar esas lindes que buscan (bien es verdad que sin demasiada determinación), porque ella misma se va a encargar de ocultarlas. Son tres mujeres que luchan por la vida “a pasitos”, como dijo Macu en el coloquio, que lo mismo discuten sin demasiada convicción por una herencia irresoluble, que manifiestan emocionadas que se quieren a rabiar. Resulta imposible para el espectador tomar partido por cualquiera de ellas, porque las tres, en esencia, son la misma persona, el mismo espíritu, si bien con los cometidos que esa vida “a pasitos”, tan dura como jamás podremos imaginar, les ha impuesto prácticamente desde niñas. Elsa y Carmen son cuidadoras en cuerpo y alma, de una manera que les ocupa la mayor parte del tiempo. Elsa ha cuidado de Maura desde siempre, y Carmen ha cuidado de la tierra familiar. Cuidado humano por una parte, y cuidado material por la otra, sin que realmente sea muy sencillo encontrar grandes diferencias entre uno y otro. Ninguna de las dos es capaz de eludir una responsabilidad que han asumido con todas sus consecuencias y para siempre, y creo que es precisamente por eso por lo que jamás van a ser capaces tampoco de resolver una herencia que, comparada con la grandeza de lo que las dos tienen entre manos, no deja de ser una soberana minucia. En ese sentido me resultó muy enriquecedora la escena en la que se juegan las diferentes parcelas como nos jugábamos los cromos en el patio del colegio, golpeándolos con la palma de la mano para quedarnos con los que se daban la vuelta. El tema de la herencia familiar es para ellas un juego infantil comparado con la enormidad del esfuerzo que supone cuidar la tierra y cuidar de un ser humano.


Las escenas diurnas, la mayoría de ellas en el campo que rodea la casa, contrastan fuertemente con las nocturnas, en las que la soberbia fotografía y unos juegos de luz que recuerdan a veces las pinturas de Georges de La Tour contribuyen a crear una atmósfera mágica e intimista que, en mi caso, me llevó de golpe a aquellas noches vividas en casa de mi abuela, algo que también me vino a la memoria cuando aparecen esas fotografías en blanco y negro tan evocadoras como las que casi todos nosotros hemos visto alguna vez en antiguos álbumes familiares.

Me resultó admirable, durante el coloquio, el deseo de Macu de recuperar aquellas vidas, de contarlas, de compartir situaciones y experiencias que había vivido en su infancia y de las que se encontraba alejada mientras vivía en Buenos Aires estudiando cine. Por un momento, mientras hablaba, me imaginé a las poderosas raíces de la isla canaria, tanto las naturales como las de su familia, tirando de ella, gritándole a su alma que hiciera la película que ha hecho. Tal y como nos contó, ella ama a su familia sin fisuras, por igual, “amar sin racionalizar”, como dijo literalmente, y ese amor sobrevuela cada segundo del metraje, desde el comienzo hasta el final. De alguna manera su deseo era poner cierto orden entre las tres hermanas, provocar que se juntaran después de muchos años sin verse, aplicar de cierta manera la “psicomagia” de Jodorowsky (palabras textuales suyas) para conseguir que el cine, el rodaje, la situación, funcionara como una especie de catarsis, de terapia tanto para las tres hermanas como para ella.


No sé si la “psicomagia” ha funcionado. No sé si la relación de las hermanas ha cambiado de alguna manera, para bien o para mal, después del rodaje. No sé si la terapia ha dado resultado. Pero lo que sí tengo absolutamente claro es que Macu Machín ha conseguido, gracias a su valentía, a ese saber arriesgarse y a su forma de contar, que todos los que estuvimos en el cine viviéramos su creación con los cinco sentidos, con la sensación de que esas vidas, esos paisajes, esas risas y esas lágrimas eran las nuestras, las que hemos tenido en muchos momentos de nuestra vida. La apuesta de Macu es un riesgo, y muy grande, en un mundo en el que ese tipo de cine de autor, intimista y desnudo, es incapaz de buscarse un hueco, precisamente porque para disfrutarlo, para vivirlo, es imprescindible dedicarle al cien por cien una atención que cada vez cuesta más trabajo mantener. Macu ha conseguido que esa atención se produjera de manera permanente, sin fisuras, “a pasitos”, del mismo modo en que viven las protagonistas, con el tempo que marcan la naturaleza, las conversaciones y las emociones, y con la misma fuerza que se ve en pantalla.

Y para mí, sinceramente, conseguir esa atención, y esa emoción a flor de piel, es todo un acontecimiento digno de admiración y respeto.


Gracias a Jesús Escudero por las fotografías del coloquio

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