EL MODERNO SHERLOCK HOLMES, DE BUSTER KEATON, con pianista en directo (ADRIÁN BEGOÑA)
— Bueno (dijo un amigo tres días antes del evento). Ya sacaré la entrada el mismo viernes ocho de marzo. Seguro que no va casi nadie.
Primera sorpresa: la sala estaba
llena de público. Un par de días antes nos metimos en Internet y vimos cómo la
mancha roja de las butacas vendidas iba creciendo como siempre, desde el centro
hacia los bordes, como un insecto sin patas que fuera engordando poco a poco, ocupando
primero los asientos de pasillo de las filas centrales, y de ahí hacia las
paredes, hacia atrás y hacia delante. Nuestro amigo tuvo que sacar su asiento en la fila
dos.
Segunda sorpresa: !niños en la
sala!. Era la primera vez que los veía desde que empecé esta segunda etapa en
los Zoco. Pensé en dos posibilidades: o les gustaba la película, y se reían a
carcajada limpia haciendo ruido, o no les gustaba nada y lloraban, haciendo
ruido igualmente. En cualquier caso, ruido casi seguro. Me equivoqué, lo reconozco.
Tercera sorpresa: no sé por qué, me
imaginaba un piano típico de película del Oeste, alto y con un par de
candelabros a los lados. Me sorprendió ver uno eléctrico, moderno, bastante
grande, con un grueso manojo de cables negros que salían de él como serpientes
y se perdían en la negrura del rincón derecho de la sala, y un cajón flamenco
de percusión en lugar de la banqueta habitual.
Cuando Javier nos presentó al
pianista, Adrián Begoña, este nos dijo que ya llevaba más de cien años haciendo
esto, que Buster Keaton tenía que salir desde su ordenador hasta la pantalla
por el manojo de cables para hacer después lo que le diera la gana, que le
encantaba que hubiera niños en la sala, y que le regalaría su piano a quien
respondiera a los tres enigmas que planteó antes de que empezara la película.
Como preámbulo no estaba nada mal. Se le veía un hombre simpático, con muchas
tablas, apasionado con lo que hacía, y muy ocurrente y rápido al contestar.
Javier nos anunció que tenían pensado repetir la experiencia cada dos meses, y
se apagaron las luces.
Y en ese instante, empezó la
magia.
Primeros rótulos en la pantalla,
primeros acordes de piano. Como en todas las películas mudas, al principio
cuesta un poco entrar en materia. Ni sonido, ni color, sólo la música de piano
y la imagen en blanco y negro, ambas muy nítidas, eso sí. Poco a poco, la trama
va haciendo su aparición. Personajes bondadosos con caras sonrientes, y
malvados con el ceño fruncido y los ojos bordeados de negro.
Primera caída de Buster, primer
golpe al cajón de percusión por parte de Adrián, perfectamente sincronizado con
la imagen, que me provocó un sobresalto y una sonrisa. Primeras risas del
público, de las que sobresalían de forma especial las de los niños.
Era así, y ha sido siempre así, in
crescendo. Es la característica principal del cine mudo, pero se nos olvida de
una vez a otra porque dejamos pasar mucho tiempo entre sesión y sesión. Aquel
golpe de cajón fue la espoleta, el pistoletazo de salida.
De repente, noté que el brazo de mi
asiento se transformaba. Tengo el TOC, el vicio o la manía de meter la mano en
ese hueco redondo que sirve para poner la cocacola o la botella de agua. Sentí
con cierto terror que se movía, y saqué la mano asustado. El círculo negro se
transformó en una voluta de madera, y poco a poco, el brazo de la silla mutó
del plástico duro y negro, a una almohadilla como de cuero y madera con
remaches dorados. El respaldo del asiento de delante se convirtió en una
superficie de madera barnizada, llena de marcas de llaves y navajas, y con una
inscripción que decía "Te Quiero Sole. 1971". Mientras todo esto
ocurría, en la pantalla Buster andaba literalmente pegado a la espalda de un
tipo malencarado, a una velocidad de vértigo, en una coreografía perfecta. Era
imposible no reírse con la ocurrencia. El piano de Adrián seguía sonando, pero algo
había cambiado. Ahora sí que se había transformado en ese piano de película del
Oeste, y no faltaba ni el vaso de wisky en la tapa.
No entendía lo que estaba
sucediendo, pero me lo estaba pasando bomba. Los focos laterales de la sala se
transformaron en candelabros, y de repente surgió del techo una enorme lámpara
de araña. Todo cambiaba, todo se transformaba al ritmo que marcaban Buster con
sus ocurrencias, y Adrián Begoña con su brujería. Los dos, repito,
perfectamente sincronizados en todo momento. La gente reía, cada vez más fuerte
y cada vez más frecuentemente. El público se movía en sus asientos, la sala
parecía viva, vibrante. Habíamos viajado todos a una sala de cine de principios
del siglo pasado, y nos reíamos con los mismos gags que hicieron reír a
nuestros abuelos, y a nuestros padres cuando eran como esos niños que reían
ahora, de la misma manera, con la misma intensidad. Apareció un tipo en medio
del pasillo, con una bandeja colgada del cuello. "pipas, almendras, altramuces,
caa-cagúetes…", repetía con voz aguda.
Después, a medida que la acción
avanzaba cada vez más loca, cada vez más imaginativa, el cine sufrió una nueva
transformación.
La ropa que llevaba, de invierno,
había desaparecido, sustituida por una camiseta de manga corta. Ahora estábamos
en un cine de verano. El suelo estaba formado por aquella especie de muesli
compuesto de cáscaras de pipas, arena y colillas que muchos recordaréis. La
película era la misma, o quizá otra diferente, pero que producía el mismo
efecto. Risas convulsas, carcajadas, sensación al terminar de haber pasado un
rato maravilloso, y unas ganas locas de repetir. En este momento, Buster estaba
encima de una moto, en una de las escenas más hilarantes de la historia del
cine. Miré a Adrián, y el corazón me dio un vuelco cuando vi que se había
transformado, que tenía seis brazos y golpeaba al mismo tiempo el cajón de
percusión, el piano, y otro chisme que se había sacado de la chistera en que se
había transformado la gorra que llevaba al principio.
Cuando finalmente terminó aquella
locura, el público aplaudió entusiasmado. Todo había sucedido en menos de una
hora. El cine fue recuperando poco a poco su aspecto habitual. Reapareció el
agujero para dejar la botella de agua, la lámpara de araña se escondió en el
techo, y el respaldo de delante se volvió negro. Jamás sabré quien fue aquella
Sole a la que alguna vez había amado un tipo que se había sentado en el mismo
lugar en el que ahora estaba yo.
El coloquio fue tan interesante o
más que la película, como casi siempre. Adrián, que sabía mucho de lo que
hablaba, nos contó aspectos curiosos tanto de Buster Keaton como del cine mudo
en general. Nos habló de la dura vida que había llevado el artista después de
la entrada del sonoro, y nos dijo, con mucho sentido del humor, que aunque
trataba de sincronizarse siempre con Buster, este se las apañaba a veces para
hacer algo diferente y jugársela. Nos habló del importante papel de la música
en vivo que acompañaba siempre las proyecciones, de la voz en off que unas veces
traducía los carteles en inglés y otras se los inventaba, de las
partituras y de la improvisación. Nos recordó el apodo de Buster Keaton en la
España en blanco y negro, Pamplinas, y nos contó una anécdota de cuando
estuvo por aquí. Nos habló de su cameo en “El crepúsculo de los dioses”,
y de su hilarante papel en “Golfus de Roma”, ya en pleno declive de su
carrera y de su vida.
Es la grandeza del cine mudo, un arte en el que la
imaginación, el dinamismo y la gran calidad de sus intérpretes, capaces de
contar una historia mediante gestos y expresiones, provocan en el espectador, y
ha sido así durante más de cien años, una inmensa sensación de alegría. Las
imágenes, potenciadas con la profesionalidad del pianista, consiguen que la
evasión sea perfecta, del mismo modo, exactamente con el mismo efecto que se
produjo en aquel cine de barrio con lámpara de araña, o en aquel cine de verano
con el suelo lleno de cáscaras de pipas. Porque la clave por la que se
disfrutaba, y se sigue disfrutando del cine mudo, reside en que, durante un
corto periodo de tiempo que apenas llega a una hora, nos transformamos en el
niño que una vez fuimos, en el niño que siempre seremos, aunque a veces lo hayamos
olvidado.
Javier es otro apasionado del cine
mudo. Cuando ya estábamos despidiendo a Adrián, anunció con ese entusiasmo
contagioso tan peculiar suyo que este evento no se iba a repetir cada dos meses, como había anunciado al principio, sino
una vez al mes. Dados los aplausos que provocaron sus palabras, estoy seguro de
que una gran parte del público estará encantada al transformarse de nuevo en
niño en la próxima ocasión.
Y otra cosa, y esto es para el
artista: Adrián, no sé por qué, pero tengo casi la completa seguridad de que
esa noche de viernes, de alguna manera, el Reverendo estuvo a tu lado,
sonriendo y disfrutando contigo como lo hicimos todos nosotros.
Muchas gracias por la crónica, ¡así queda para posteridad!
ResponderEliminarSi, por eso la he escrito, para que la leamos dentro de 100 años y ver si sigue igual 😉
EliminarGracias a ti, Adrián. Pásasela a Buster, porfa, a ver qué le parece.