THE MURDER OF CROWS
THE MURDER OF CROWS
LUGAR: Matadero
Fecha: Hasta
el 24 de Julio 2022
https://www.mataderomadrid.org/programacion/murder-crows
Más que
una exposición al uso, The murder of crows se podría definir mejor como
una performance sonora, una curiosa instalación, compuesta de diferentes
altavoces colocados en un cierto caos ordenado, a diferentes alturas y
posiciones, que dotan a la música y al sonido de cualidades físicas y
escultóricas. Esa es la intención de Janet Cardiff y George Bures Miller, que
basan su creación en la ilustración de Goya “El sueño de la razón produce
monstruos”. Los sonidos procedentes de los noventa y ocho altavoces que
conforman el conjunto nos envuelven y revolotean a nuestro alrededor del mismo
modo que los búhos y murciélagos lo hacen alrededor del personaje dormido en el
dibujo, perteneciente a los “Caprichos” del pintor aragonés. Un
personaje que parece no poder, o incluso no querer, despertar de su pesadilla.
La media hora que dura el evento trata de poner de relieve, como si de un
réquiem se tratara, la pérdida de rumbo que ha sufrido el mundo en los últimos tiempos,
que ha dado lugar a toda una serie de catástrofes y atrocidades sin sentido.
Merece la
pena entrar en la sala, a través de sus pesados cortinajes negros, y acercarse
lentamente al centro, sentarse en una silla. Cualquier silla, da igual. No
existe una posición concreta para escuchar mejor o peor el bosque sonoro,
porque los altavoces están repartidos por toda la sala sin orden ni concierto.
Se trata de una sala grande, oscura, tal y como se puede ver en la fotografía. Probablemente
sea una de las salas de Matadero que mejor han conservado la esencia del horror
que debió ser en su época este lugar. Sucia, con las arquerías, pilares,
paredes y canales en el suelo originales, da la impresión de haber sufrido en
algún momento un fuerte incendio, o quizá es así porque era aquí donde se
ahumaba la carne todavía latente de los animales sacrificados.
Escucho la
escultura sonora, compuesta de sonidos inquietantes, música más o menos
escalofriante, pasajes más tranquilos, y un final más o menos esperanzador, más
tranquilo. En ocasiones me he sentido como el durmiente de Goya, y en otras he
sentido un fuerte impulso de levantarme y salir huyendo de allí, pero la
pereza, o más bien el impulso siniestro que de nuevo estaba empezando a sentir,
me han mantenido en la silla hasta el final. Hay poca gente, es lo bueno que
tiene poder venir a estos lugares un día de diario. Cuando acaba, las tres
personas que hemos escuchado nos levantamos lentamente, como saboreando la
experiencia y nos dirigimos a la salida. Mientras camino, pegado a una de las
paredes laterales, me asalta inmediatamente el olor que manaba de toda la zona
de Legazpi cuando el Matadero estaba en funcionamiento. Se trataba de un olor
intenso a muerte, acre y nauseabundo, que ya no existe pero que se quedó
grabado en algún lugar recóndito de la memoria de todo el que haya pasado por
aquí. Dicen que los olores pueden ser más evocadores que los recuerdos, y
aunque no huela, tanto el aspecto lúgubre de la sala como esa memoria traidora
me evocan los ecos de la muerte, los gritos de millones de animales
sacrificados entre estos muros, los incesantes regueros de sangre llenando los
canales ahora solados con esas baldosas modernas que sin embargo mantienen un
sabor clásico.
Deambulo
despacio, acariciando la pared con las yemas de los dedos, oliendo ese olor
inexistente y recreando en mi cabeza las Variaciones Goldberg que
escucha Lécter en su jaula poco antes de ocuparse del sargento Boyle. Vislumbro
a contraluz a una pareja en la entrada, un joven alto con zamarra de cuero y
una mujer mayor que él, pero muy atractiva, con tacones y abrigo negro. Tras
ellos aparece un hombre sólo, calvo, en mangas de camisa, bastante gordo, que
en lugar de dirigirse al centro de la sala, donde se sitúan las sillas, se va hacia
la pared del otro lado. Por un lado me gusta este panorama. Un estúpido
detective con el sueño americano metido en la cabeza se ha atrevido a idear un
patrón hacia mí, cuando la realidad es que las víctimas de mis dos experiencias
anteriores no fueron ni elegidas ni determinadas por alguna extraña razón de mi
psicología personal. Simplemente estaban en el lugar adecuado en el momento
inadecuado. Hoy la cosa era diferente. Por un lado, he venido más preparado.
Por anteriores visitas a Matadero, sé de sobra que en ninguna de las salas de
exposición existen esos arcos detectores de metales. Habrá sangre, si es que el
nerviosismo, el miedo o la prudencia no me echan para atrás en mis intenciones.
Es
curioso, pero parece que el círculo está a punto de cerrarse. El Matadero fue
para mí un lugar tenebroso, de muerte y destrucción de seres inocentes. Un
lugar por el que durante muchos años evitaba pasar, sobre todo cuando ejercía
su labor, pero también cuando permaneció cerrado durante un tiempo hasta que a
alguien se le ocurrió darle el uso que tiene ahora. Después, poco a poco, al
inaugurarlo, y al principio muy esporádicamente, comencé a visitarlo,
comprobando con cierta esperanza que la cultura estaba dotando de vida, y de
una vida potente, intensa, porque la vida que proporciona la cultura es siempre
así, a un lugar de muerte. La vida surgiendo de la muerte como el ave Fénix, y
yo, con el granito de arena que estaba dispuesto a aportar, iba a devolver,
aunque fuera fugazmente y en una sala concreta, el espíritu mortal que había
tenido en el pasado.
Mientras
comienza el espectáculo, con la pareja ya escuchando sentada en el centro de la
sala, me dirijo hacia la pared contraria a la de la entrada, hacia el hombre
que vislumbro paseando lentamente en las tinieblas. Cuando me acerco, me mira y
me saluda sonriente. Yo le sonrío a mi vez.
— Vaya
lugar raro, ¿no le parece?
— Pues sí,
sí que lo es.
— Trabajé
aquí unos años, y está exactamente igual.
Le miré
sorprendido
— Vaya.
Tuvo que ser una experiencia muy dura.
— No más
que trabajar en una cadena de montaje, no se crea. De hecho, era una cadena,
pero más bien de desmontaje.
Al reír se
le hinchan las venas del cuello y le enrojece la cara. Ríe sin sonido, como el
perro pulgoso de los dibujos animados. De repente noto el irreprimible impulso de
sacar el cuchillo japonés que me he traído y seccionarle de un tajo la yugular.
El caudaloso borbotón de sangre que explota repentinamente del hueco abierto en
su garganta explota fuertemente contra la pared ennegrecida, produciendo un
sonido como de salpìcadura de agua que parece formar parte del espectáculo. El
pobre matarife, con los ojos abiertos como platos, se desploma lentamente,
primero arrodillándose, como si estuviera pidiendo perdón a las víctimas que
tan maquinalmente había ejecutado en aquel mismo lugar, y después inclinándose
lentamente a la izquierda, hasta tumbarse por completo de costado, con la
sonrisa beatífica que parece adoptar el que está convencido de que muere con
sus pecados perdonados.
Sin
guardar el cuchillo, me dirijo a la pareja situada en el centro. Me acerco a
ellos por la espalda, para que no me vean, algo que tampoco era probable porque
ambos escuchan la escultura sonora con los ojos cerrados y las cabezas
bamboleantes. Primero me ocupo de él. Agarro fuertemente su pelo, tiro hacia
atrás de la cabeza, y le secciono la yugular. El pobre no emite ni un sonido. Seguramente
su último pensamiento habrá sido lo tremendamente realista que es la escena que
está viviendo, con esa sensación de ser degollado de una forma tan profesional.
Cuando agarro el pelo de ella, noto con sorpresa que la cabeza apenas le pesa,
la noto bajo mi mano más ligera que una pluma. Probablemente… Sí, podría ser.
El cuchillo, con agujeros en la hoja y una buena anchura, puede que sea el
adecuado. Voy a intentarlo. Con un gemido por el esfuerzo realizado, rebano
totalmente el cuello, y la cabeza se desprende del tronco. A punto de volverme
loco por el resultado, pero también por la tensión acumulada, agarro la cabeza
y la alzo hasta uno de los altavoces colgados del techo, apoyándola encima de
él mientras resuena un revuelo de gaviotas histéricas.
Todo ha
terminado. Tengo el pulso a cien, y tengo que salir antes de arriesgarme a que
entre alguien. Me pongo las gafas de sol y la barba postiza que he utilizado al
entrar, y me encamino a las cortinas de salida. No hay nadie alrededor, como
era de esperar.
Esta vez
hay sangre, Manzaneque. Esta vez no se trata de tres mujeres más o menos
mayores, más o menos débiles. Espero tus conjeturas de mierda con toda mi
ilusión.
Jajaja que te has tomado primo. Muy distinto a tu estilo habitual pero divertidisimo. La duda ahora es si voy o no voy.
ResponderEliminarEnhorabuena!!! Este género también lo manejas muy bien
No tengas dudas. Merece la pena la experiencia, te lo aseguro. Sólo voy a escribir de exposiciones que me enganchen, y esta como las otras está muy bien. Eso sí, no pasees en la zona oscura por si acaso jajaja. Gracias por tu mensaje
Eliminar