ANTONIO GADES. TIERRA, MAR Y FUEGO
LUGAR: Centro cultural de la Villa. Plaza de Colón
FECHA:
Hasta 29 de Mayo 2022
https://www.teatrofernangomez.es/actividades/antonio-gades
Lo primero
que me veo obligado a aclarar es lo que Antonio Gades significa para mí. No
recuerdo muy bien la fecha, pero debía ser a mediados de los setenta, o a
principios de los ochenta como mucho. Estaba viendo una película en el programa
“La clave”, aquella joya que presentaba José Luis Balbín. Se trataba de “Los
Tarantos”, una película de Rovira y Beleta que recrea en clave flamenca el
drama de Romeo y Julieta. Como antecedente, decir que mi padre odiaba
sinceramente el flamenco. Sincera y profundamente. En mi casa ni se escuchaba
flamenco ni, por supuesto, se veía bailar flamenco. Cada vez que un flamenco
asomaba por la pantalla mi padre cambiaba de canal o apagaba la televisión, visiblemente
cabreado y asqueado, algo que no era nada habitual en él y que creo que únicamente
provocaba el flamenco.
El caso es
que viendo la película contemplé por primera vez bailar a Antonio Gades. Y fue
en una escena muy concreta de la película. Una escena que después he visto mil
veces, porque fue la escena que abrió las puertas del flamenco para mí. No la
voy a contar, es mejor ponerla aquí directamente para que la veáis:
https://www.youtube.com/watch?v=9AqiJ-Yy3Yw
Después vinieron las películas de Saura con el bailarín. “Bodas de sangre”, “Carmen” y “El amor brujo”. La primera que vi fue “Carmen”, que entroncaba también directamente con otro de mis iconos musicales de siempre, la ópera “Carmen” de Bizet. La guitarra de Paco de Lucía interpretando a Bizet es otro de los lujos que no se puede perder nadie a quien le guste la música en general y la ópera en particular.
La
exposición, muy bien estructurada, nos propone un recorrido por la vida del
bailarín, con innumerables fotografías, muchos videos, y sobre todo, lo que más
me gusta de este tipo de exposiciones, muchos carteles de actuaciones en los teatros
más emblemáticos del mundo, carteles de películas y de eventos conmemorativos.
Al principio del viaje me abordó una pareja de color. Ella, en inglés, me
preguntó qué significa el flamenco. Divagué un par de frases mezclando las
palabras “duende”, “espíritu”, “raíz” y “arte”, pero no sé si llegué a dejarla
muy convencida. Al final le dije que lo mejor que podía hacer era ver los
vídeos y escuchar la música para hacerse una idea.
La sala de
exposiciones del Centro Cultural de la Villa es una de las que más me gustan
sobre todo por sus dimensiones. Cualquier exposición cabe entre sus paredes,
que discurren justo por debajo del graderío del teatro situado justo encima,
uno de los tetaros más parecidos a los de Broadway, con forma de concha y una
amplitud y comodidad en sus butacas fuera de lo normal. El recorrido discurre
en zigzag por varios espacios muy abiertos en los que se exponen los elementos
comentados anteriormente y diferentes recreaciones relacionadas con el
subtítulo de la exposición: tierra, mar y fuego. La última parte del recorrido,
que ya se dirige hacia la salida, comienza con una escenificación de la
película “Bodas de sangre” compuesta de dos maniquíes, que representan
al novio y a la novia, y enmarcan una fotografía a tamaño real de la que
seguramente resulta la escena más icónica de la película, en la que se ve a todo
el plantel de la boda posando para el fotógrafo.
A continuación se pueden ver carteles, videos y vitrinas con revistas de la época relacionadas con la ya mencionada trilogía de Saura, y después descubrí algo que no conocía: la interpretación que hizo Gades de Bernarda Alba en teatro. Una curiosa imagen a gran tamaño del bailarín maquillado como el personaje lorquiano se sitúa junto al traje que utilizó para la función. Creo que también en esta parte de la exposición pude ver varias fotografías de su casa en Altea, localidad en la que vivió hasta su muerte. En una de las fotografías, se pueden leer a ambos lados de la puerta de entrada, burdamente pintadas, las frases “Viva Franco” y “Somos los fascistas”.
El espacio
dedicado a la obra “Fuenteovejuna” comenzó a despertar mi lado oscuro de
ese miércoles de media mañana. Concretamente los paramentos sobre los que se
han colgado los aperos de labranza que aparecen en la obra. Se trata de aperos
supongo que auténticos, aunque algunos ligeramente maquillados para dotarles de
un aspecto más siniestro del que ya tienen de por sí. Como siempre, apenas
había gente en la exposición. Probablemente, incluso, hubiera más vigilantes que
público, si bien, al ser los espacios tan diáfanos, los vigilantes apenas se
veían entre sí.
Me hubiera
gustado encontrarme con la pareja negra que me había abordado al comienzo de la
exposición, más que nada para darle una nota de color a mi performance de hoy y
un quebradero de cabeza al inútil Manzaneque, buscapatrones oficial de la
policía madrileña. Sin embargo, y lógicamente, la pareja ya había salido
bastante rato antes.
Me fascinó
uno de los instrumentos de labranza, colgado detrás de un maniquí ataviado con
capa y traje de color rojo burdeos, perteneciente como ya he dicho a “Fuenteovejuna”.
No lograba identificar para qué podía servir un instrumento así, porque
semejaba más bien un arpón, con una doble punta muy afilada y un mango en la
parte de atrás para sujetarlo con fuerza. No me costó nada cogerlo de la pared.
Tampoco iba a pasearme por la exposición con semejante artilugio, arriesgándome
a que cualquier vigilante al verme tirara de walkie y se montara un
número que para mí, casi con toda seguridad, iba a ser el último, Así que
decidí quedarme allí, con mi improvisado arpón, al lado de aquel maniquí de
cabeza pelada sin expresión, esperando a ver quien se acercaba por allí.
Al fondo
descubrí a una pareja mayor. Es inevitable. Son los que más tiempo tienen entre
semana para visitar exposiciones y eventos. Él miraba entretenido las descoloridas
revistas expuestas en una vitrina que daban cuenta del estreno de “Carmen”,
mientras ella hacía fotografías de los carteles situados en las paredes. Sus
tacones, muy finos, provocaban un especial sonido metálico en el brillante
suelo irregular de pizarra de la sala, un pavimento que siempre me ha gustado
porque me relaja mucho deambular sobre él. Poco a poco, caracoleando, caminando
él con las manos a la espalda y ella con la cámara en ristre, sin juntarse,
sino más bien haciendo eses, se fueron acercando al lugar en el que estaba. Al
verme, el hombre se acercó lentamente a mí, sonriendo.
— Buenos
días — me saludó haciendo gestos afirmativos con la cabeza
— Buenos
días
— Curioso
apero de labranza. ¿Cómo se usa? ¿Y cómo se llama?
De su pregunta deduje que aquel hombre me había tomado por una especie de guía rural de instrumentos de labranza, lo cual, a poco que se analizara ligeramente, tampoco tendría mucha razón de ser en una exposición sobre Gades.
— Se trata
de un arponeiro. Es originario de Galicia, y se utilizaba para muchas
cosas, pero sobre todo para cazar pulpos.
— Vaya. Me
parece complicado cazar pulpos con algo así, sin que tenga forma de arpón en la
punta. Y además, algo de madera para cazar en el mar… No sé, no lo veo.
Me extrañó
la actitud de aquel tipo, aunque la verdad es que la historia que yo había improvisado
sobre la marcha no tenía ni pies ni cabeza.
— Probablemente
se dejó de usar por lo poco útil que era, o empezó a usarse para otras cosas.
La mujer
había llegado ya a nuestra altura titilando sobre sus tacones. Fotografió
rápidamente los aperos colgados de las paredes, fotografió al maniquí sin
rostro… Y me fotografió a mí. Me sonrió y abrió la boca, seguramente con la
intención de peguntarme algo, pero yo ya estaba ligeramente aturdido por la
falta de confianza de su marido hacia la explicación que le había dado sobre el
uso y costumbres del arponeiro, y decidí no permitir que acabara la
frase. En realidad, que la empezara siquiera. Le clavé la punta más larga entre
los ojos, como si de Ulises hundiendo la estaca en el único ojo de Polifemo se
tratara, y empujé con fuerza hasta que la punta más corta se introdujo por
completo en la boca y atravesó la garganta por detrás.
— Dios
mío!!
El hombre trató
de darse la vuelta y salir corriendo, impulsado sin duda por su instinto de
supervivencia, pero con tan mala fortuna que tropezó consigo mismo y cayó al
suelo de espaldas. Me costó bastante esfuerzo extraer el artilugio de la
señora, que se desplomó a su vez hacia atrás, y una vez recuperada la postura
necesaria, hundí el instrumento en los riñones del marido, que emitió un grito
extremadamente agudo antes de quedar inerte.
No había
tiempo que perder. Probablemente el grito había sido escuchado por alguien y me
exponía a que esta vez me pillaran de cuajo. Recorrí a grandes zancadas la
distancia que me separaba de la salida, saludé a la vigilante que me sonrió
desde su banqueta, y salí a la calle.
Fue entonces,
y sólo entonces, cuando me percaté de que la mujer, al llegar, me había hecho
un par de fotografías. Estaba perdido, y la sensación de estar perdido me
provocó tal malestar, que tuve que meterme en un bar para tomarme un vermut y
poder así visitar el aseo.
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